Col.lectiu de Solidaritat amb la Rebel.lio Zapatista
Para eludir sus responsabilidades en la matanza de Chenalhó, las
autoridades mexicanas tratan de hacer creer que, esencialmente, ésta es
consecuencia de conflictos intracomunitarios o intercomunitarios. Algunos
medios rechazan esta explicación por insuficiente. Se presenta como un
``enfrentamiento'' lo que en realidad fue una matanza ``a la metralleta''
de hombres desarmados, mujeres y niños, y se trata de poner a las víctimas
en el mismo plano que los verdugos, los patrocinadores del crimen y quienes
lo permitieron.
Es cierto que tanto los asesinos como las víctimas son indígenas mayas.
Unos y otros hablan la misma lengua (el tzotzil), y pertenecen a las mismas
comunidades o a localidades vecinas. Incluso algunos de ellos están, quizá,
ligados por vínculos de parentesco. También es verdad que los conflictos
por la tierra y los magros recursos naturales, así como por el control del
poder local, han dividido a esas comunidades desde tiempos inmemoriales. A
esto se han añadido las divisiones religiosas: el unanimismo habitual (un
sincretismo maya-católico) se ha descompuesto en las últimas décadas
cediendo terreno ante los proselitismos de la iglesia católica y de
iglesias y sectas evangélicas.
Estos diversos conflictos, inextricablemente revueltos y a menudo
manipulados por los caciques indígenas, por los terratenientes blancos o
mestizos y por el aparato del partido oficial, el Partido Revolucionario
Institucional (PRI), han dado lugar en el pasado a innumerables violencias,
enfrentamientos y masacres. Una de las razones que explican el éxito que
tuvo la implantación de la guerrilla en los años 80 fue la voluntad de
autodefensa de algunas comunidades, o sectores de comunidades, contra los
abusos de los pistoleros y guardias blancas, pagados por los patrones, los
caciques y el PRI.
Pero después de la insurrección del 1o. de enero de 1994, las cosas
cambiaron de naturaleza. A los enfrentamientos de los primeros días
siguieron algunos años de ``ni guerra ni paz'', durante los cuales el
Ejército Mexicano desplazó a 30 mil hombres a la zona, cercando de más en
más el ``reducto zapatista''. Los grupos paramilitares se desarrollaron y
multiplicaron bajo la sombra e instigación del gobierno del estado de
Chiapas y de sectores de un PRI fuertemente agrietado. Fueron reclutados,
básicamente, en el seno de una juventud indígena privada de perspectivas,
la misma que alimenta las filas del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN): en Chiapas, el crecimiento demográfico sigue siendo alto,
la tierra y el empleo son escasos y se emigra menos a la frontera de
Estados Unidos que a otros estados de México.
Desde la interrupción de las negociaciones de paz en septiembre de 1996,
estos grupos de nombres provocadores o pintorescos: Paz y Justicia, Los
Chinchulines, Máscara Roja, MIRA... se han vuelto más y más agresivos. Son
la punta de lanza de una guerra contra los zapatistas que no se atreve a
decir su nombre, y en la cual la matanza de Chenalhó es, hasta hoy, la
expresión más visible y más sangrienta.
En la vecina Guatemala, esta es la fórmula que ha permitido al poder
militar vencer a la guerrilla combinando la ofensiva de unidades del
ejército especialmente formadas para la lucha contrainsurgente (los
Kaibiles) y la movilización masiva de la población en las ``patrullas de
autodefensa civil'' que operan con armas blancas o viejos fusiles. En
Chiapas, hasta ahora, el Ejército controla el conjunto del territorio, pero
no ha pasado a la ofensiva; los paramilitares, a su vez, han recibido
entrenamiento y han sido dotados de armas modernas (en el caso de Chenalhó,
un indígena miembro del PRI habría suministrado las armas y organizado el
asesinato masivo). Más allá de estas diferencias, la estrategia es la
misma: utilizar y acentuar las divisiones en el seno de las comunidades,
involucrar a civiles en la matanza de otros civiles (así estos últimos
estén ligados o no a los insurgentes); producir asimismo heridas
imborrables; sembrar el terror y hacerle perder la cabeza al adversario
para obligarlo a replegarse o a emprender operaciones suicidas.
Sin embargo, México no es Guatemala. Tampoco es ¿todavía no? Colombia,
Argelia o Bosnia. Desde el 12 de enero de 1994, los zapatistas, a pesar de
todas las provocaciones, se han mantenido en la no-violencia armada. Ellos
no interrumpieron el diálogo con el gobierno, sino cuando éste trató de
vaciar de contenido el acuerdo firmado sobre derecho y cultura indígenas.
Ellos tratan ahora de aplicar esos acuerdos creando, en sus zonas de
influencia, municipios autónomos. Lo que muestran los acontecimientos
recientes es que estas iniciativas pacíficas, civiles y que de ningún modo
amenazan la unidad nacional, son insoportables para los poderes local y
regional, y para los sectores influyentes en la cumbre de la pirámide.
En realidad, la descomposición del PRI, la democratización de la sociedad e
incluso del sistema político mismo (las elecciones del 6 de julio) y la
apertura de México al mundo, son hechos muy avanzados ya para que la
matanza de los indígenas en Chenalhó tenga el mismo efecto que la matanza
de estudiantes en 1968, en la plaza de las Tres Culturas en la ciudad de
México: el resurgimiento del régimen. Podría tener, más bien, el efecto
contrario.
Nota del autor: Una manifestación de protesta y solidaridad tendrá lugar en
París, frente a la embajada de México, el 12 de enero a las 18:30, para
recordar el aniversario de la gran movilización por la paz que hubo en la
ciudad de México después de la insurrección de 1994.
*Publicado en Le Monde, el 31 de diciembre de 1997. Yvon Le Bot es un
sociólogo francés especialista en cuestiones mayas. Su último libro es El
sueño zapatista.
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